La poderosa sutileza de Ramper
Con 'Solo postres', el cuarteto granadino entrega uno de los discos del año en España.
Pienso a menudo en todo lo que la era digital nos ha robado. Soy el primero que agradece y hace uso de las nuevas tecnologías que nos han permitido disfrutar de más música que nunca en cualquier lugar. Pero también soy consciente de lo mucho que hemos dejado en el camino: la capacidad de abstraernos del ruido y la actividad frenética y buscar la intimidad para poner un disco casi a oscuras, en un buen equipo o con nuestros mejores auriculares, saboreando cada nota mientras contemplamos embobados su portada o releemos las letras una y otra vez. Ramper me retrotraen a esos momentos cada vez más escasos y lejanos en mi memoria en los que aparcaba el mundo bien lejos para entregarme por entero a la escucha durante un rato.
Hace cuatro años que la banda granadina nos dedicó Nuestros mejores deseos (autoeditado, 2020), un debut notable en el que el slowcore, el post-rock y el shoegaze se daban las manos y giraban cual corro de la patata. Un disco que merecía una escucha reposada y atenta, en el que la sutileza y la fragilidad llegaban, a veces, a hacerlo indistinguible del más acogedor de los silencios. Sobre esa misma base, Ramper sorprenden este año con un ambicioso álbum que recoge un sinfín de influencias, o mejor dicho herencias, y se eleva majestuoso como uno de los discos más personales e impresionantes de los últimos años en España.
Durante la hora y ocho minutos que se reparte entre los siete temas de Solo postres (Humo Internacional, 2024), el cuarteto se rodea de colaboradores que aportan arreglos orquestales de viento y cuerda dotando a su sonido de mayor profundidad, algunas veces, y de mayor rotundidad en otras. Como en su debut, sus canciones se desarrollan a un ritmo muy pausado, pero estos chicos caminan lento porque van lejos, muy lejos. Abandonados en el camino dejan clichés manidos de géneros en cuya caricatura no ocurre nunca nada hasta que ocurre; la grandeza de este álbum radica precisamente en la cantidad de cosas que pasan mientras, aparentemente, no pasa nada. Un carrusel de pequeños detalles que alimentan la escucha abriendo el apetito, dejándonos con hambre de más, hasta que sirven un plato fuerte en forma de festín instrumental.
Esto es así desde la canción de apertura, que casi sin darnos cuenta se transforma, desde sus escasas notas iniciales, en una especie de marcha de Semana Santa con tintes de saeta oscura. ‘Un miembro fantasma’ marca el tono íntimo del álbum a la perfección, con su aire de tragedia lorquiana de la España profunda, y presenta esa herencia de la que hablaba antes: la de un folklore litúrgico que se imbrica con la vanguardia para dar forma a un discurso tremendamente personal. No hay objetivo que una banda persiga con más ahínco que encontrar un sonido propio y en Solo postres, ya en su segundo disco, Ramper lo han conseguido.
El logro es impresionante. ‘Día estrellado’ y ‘Reina de farolas’ redondean un monumental tríptico inicial en forma de suite en el que se recuerda desde el prog de raíces andaluzas de Triana hasta el folk de cámara de unos A Silver Mt. Zion, pasando por la letárgica melancolía de Carissa’s Wierd, la calma tensa que dominan Sigur Rós y hasta a la música tradicional navideña. Son nombres lanzados desde lejos, alucinaciones quizá de una mente enajenada, pero así de inclasificable se me antoja este trabajo: cualquier parecido es, con total seguridad, mera coincidencia.
‘En nuestros últimos días’ sirve de bisagra entre las dos mitades del álbum con una cadencia prácticamente doom, nocturna y sombría, pero con uno de esos finales capaces de llenar de luz hasta los rincones más oscuros de nuestro ser. La dupla ‘Solo postres’ y ‘Los ojos de los demás’ nos dejan algunos de los pasajes más delicados de un disco ya de por sí conmovedor y sensible, sobresaliente a la hora de evocar emociones. No me cuesta imaginarme a lágrima viva escuchando Solo postres en un estado mental comprometido. Si esto es un aviso o una recomendación queda a discreción de quien lee.
Mención aparte merece ‘Poderoso puño’, seguramente el tema de impacto más inmediato. Un himno de diez minutos en forma de crescendo exquisito cuyo desenlace supone un colofón inmejorable para semejante obra de orfebrería compositiva. Es notorio el trabajo de artesanía analógica detrás de este proyecto, lo que hace la escucha aún más agradecida: la calidez que desprende cada sonido acaricia nuestros sentidos en un éxtasis de pasión introspectiva.
Destacar unos elementos sobre otros sería un ejercicio de injusticia en un proyecto en el que de forma tan clara lo que cuenta es la suma de las partes, un lienzo ideal sobre el que reposa un estremecedor trabajo vocal. Esto no es desmerecer el trabajo de los músicos, sino todo lo contrario; cada instrumento está tan en su sitio, tan en su justa medida, que lo que reluce aquí es un trabajo compositivo excelso. Estos cuatro años han dado muy buenos frutos y estoy seguro de que Álvaro, Antonio, Ángel y Joserto han cumplido con creces sus mejores deseos. Los míos, desde luego, sí.