Tan solo necesitas 320kbps
Como buen millennial amante de la música, me he tragado no pocos debates sobre el romanticismo de lo analógico y la practicidad de lo digital. Yo siempre tuve clara mi postura, al menos en lo que a consumo se refiere: desde el principio adoré al CD como medio definitivo y nunca sentí un impulso fetichista por el vinilo. Para mí, aquellos trastos eran demasiado delicados, extremadamente aparatosos, y ni siquiera sonaban todo lo bien que yo exigía. El Compact Disc era el formato duradero, todoterreno y de alta fidelidad en el que confiaba con fe ciega y aquellos discos de mi adolescencia estaban destinados a acompañarme para siempre en sus pequeñas cajas de plástico transparente. O eso pensaba.
Y no precisamente porque ahora tenga al vinilo en mayor estima. No me malinterpretéis. Entiendo por qué gusta tanto y le reconozco algunas ventajas: esas portadas enormes fardan muchísimo, el ritual de colocarlo en tu tocadiscos y ver cómo gira bajo la aguja es encantador y a muchos les gusta esa calidez que se le presupone a su sonido. Me parece bien, lo respeto. Pero, para mí, sigue teniendo los mismos problemas que le veía cuando era más joven y uno añadido en los últimos años: son puñeteramente caros. Fue otra cosa la que me llevó a abandonar poco a poco mis queridos CD.
Alrededor del cambio de siglo, internet irrumpió inesperadamente en mi entorno y, obvio, supuso una revolución en la manera en que disfrutaba de la que ya era la pasión de mi vida. Hasta entonces, apenas podía descubrir el par de discos que me daba para comprar cada mes con el dinero que recibía de mis padres y algún otro que cayera prestado por ahí. Y de repente, un buen día, tuve acceso a toda la música que pudiera imaginar. Todos los catálogos de todos los artistas de todas las épocas estaban al alcance de un breve tecleo, un par de clics y, eso sí, una interminable espera hasta que la barra de progreso llegaba al 100% por culpa de las cochinas conexiones de aquella época.
Tal fue el impacto que aquel cambio de paradigma tuvo en mi vida, que el mayor de mis dos gatos se llama Nero en honor a aquel mítico programa de quemado de CD-R cuyo icono era un Coliseo en llamas, referencia a su vez al emperador que presuntamente prendió Roma. Bueno, ya, puede que el hecho de que mi gato sea negro también haya tenido algo que ver. El caso es que mi modesta colección de originales tuvo que dejar espacio entonces a las tarrinas de decenas de CD-R (R de recordable, grabable, nada que ver con el procés) en los que quemaba música descargada de la red. Claro que me estaba perdiendo el vistoso arte gráfico y toda la información contenida en los libretos (que en aquella época aún solían estar muy cuidados), pero era un sacrificio que se pagaba con creces. Ah, sí, también eran mucho más baratos, pero ese es otro tema… El tema es que todo aquello solo fue posible gracias a la aparición de nuevos formatos digitales.
Nuevos formatos que incluso me permitían prescindir de los CD-R y, por ende, del discman (aquel aparato tan caprichoso que necesitaba mantener permanentemente la horizontal para no pararse o dar saltos) y reemplazarlo por uno de aquellos reproductores que cabían en el bolsillo pequeño del vaquero y podían albergar decenas, a veces cientos de canciones. Aparecieron muchos nuevos formatos en aquella época y se ha debatido mucho sobre cuáles eran los mejores. Lo que sí está claro es que hubo uno en concreto que se impuso sobre el resto. Su ligereza permitía que la descarga fuera rápida y la capacidad de los reproductores suficiente, dos asuntos aún más cruciales entonces que ahora, pero resulta que a la vez proporcionaba una calidad de audio casi indistinguible de la de mi adorado CD. Siempre que el ripeo fuera bueno, claro. Y siempre que tuviera un bitrate de, al menos, 320 kilobits por segundo. Aquel formato era, por supuesto, el MP3.
Ese equilibrio perfecto lo convirtió en el estándar de aquella cultura sumergida que sustituyó a las pletinas de casete en las que mis padres llevaban desde los años 80 copiando discos de vinilo que les prestaban sus amigos, canciones de la radio u otras casetes, ya fueran originales o no. Los más audiófilos buscaban formatos sin pérdida de datos, como el FLAC. Pero, para la mayoría de los usos mortales, un MP3 comprimido a 320 kbps era más que suficiente, además de lo más práctico porque era admitido por la inmensa mayoría del software y el hardware de la época. Por esto mismo, también era lo más extendido y fácil de encontrar. Era, en resumen, la panacea.
Dos décadas después, el MP3 ha pasado a la historia. Más aún que los vinilos y los CD que le precedieron. Hasta las casetes están gozando de una nueva juventud. La proliferación de plataformas de streaming ha acabado con la necesidad de buscar archivos en páginas y programas de descargas, aunque aún quedan románticos que los usan. Esta evolución no está exenta de problemas: el hecho de que ya no poseamos realmente esas canciones es, precisamente, el motivo por el que muchos ven la necesidad de confiar de nuevo en formatos físicos y copias privadas.
Con todo, me atrevería a decir que la existencia de este formato ha tenido una enorme influencia, la mayor si me apuran tras la de la propia red de redes, en la evolución que ha experimentado el consumo privado de música en este primer cuarto de siglo. La adopción masiva del MP3 fomentó el desenfrenado aumento de la piratería que, en última instancia, obligó a la industria discográfica a desplazar todo su negocio hacia el streaming. Es cierto que, más pronto que tarde, habría aparecido o prevalecido otro formato similar y la historia habría sido muy parecida. Pero esa historia ya está escrita y en esa historia, la que me interesa, el MP3 es un protagonista central.
Por eso este humilde rincón de internet se llama 320kbps. Porque de lo que se habla aquí es de música del siglo XXI. De mucho de lo que ha acontecido desde aquel lejano año 2000 en el que, al contrario de lo que profetizaban agoreros de todo pelaje, el mundo y los discos siguieron girando. Todos los días veo cómo se ensalza la música de los años 60, los 70, los 80 y no digamos de los 90, esos álbumes editados en vinilo con su aura magnificada por generaciones de críticos nostálgicos. Yo lo que quiero celebrar es la década de los 2000 y todo lo que ha pasado desde entonces, esa música que nos llegaba (y sigue llegando, ya que es un estándar en muchas plataformas) a 320 kbps. Porque no hace falta más. Y porque eso no la hace de menos.
Hay estudios que muestran cómo nuestros gustos musicales quedan condicionados en gran medida por los artistas de nuestra adolescencia. Otros dicen que, generalmente, tendemos a considerar esa misma etapa de nuestra vida poco menos que la edad de oro de la música. Yo no soy ninguna excepción. Aquellos discos que descargaba obsesivamente para machacarlos durante horas, días y meses salieron en aquellos primeros años de propagación de internet en España y fueron los que moldearon mi gusto musical para siempre. Con el tiempo me he abierto a otros estilos, pero quiero aclarar de antemano cuál es mi trasfondo y en qué coordenadas me muevo: aquellos eran discos de rock.
De todos modos, no voy a permitir que sea la nostalgia el motor de este proyecto. Aquí leerás sobre música de principios de este siglo, que es la que mejor conozco, pero también sobre artistas y bandas surgidas más adelante que siguen en activo y, por supuesto, no dejaré de comentar novedades porque la buena música nunca se deja de producir. Eso sí, hablaré exclusivamente de lo que me gusta, por qué me gusta y qué valor tiene desde mi punto de vista. No me apetece perder mi tiempo, y menos el tuyo, en hablar de música que no disfruto.
Se supone que esta página debería darte razones para pulsar el botón de suscribirse. No sé si lo habré conseguido, pero la verdad es que no es mi intención. Solo quería contar lo que me mueve a escribir aquí y explicar el origen del nombre de la página me parecía una buena manera de mostrar de qué va esto y cómo escribo. Si aún necesitas saber más, te invito a que leas la primera entrada de este blog. Y si te apetece acompañarme en este recorrido, no creo que haga falta decirte qué hacer.
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